¡Es Navidad! La temporada más amada y odiada del año. Noches de paz, noches de amor, de consumismo exacerbado y cenas obligadas. Reuniones con los seres queridos y esos otros cuyas opiniones políticas tenemos tantas pocas ganas de oír. ¡Y las películas! Todas esas películas que nos negamos a ver el resto del año porque no es temporada (si sois unos maniáticos de mierda como yo). Todos tenemos nuestra lista, y desde el año pasado incluí una más entre Die Hard, Gremlins o The Nightmare Before Christmas: Krampus, de Mike Dougherty.

Krampus es una antigua leyenda germánica: un ser demoníaco que se presenta como el reverso de Santa Claus, pues su visita anual consiste en llevarse a los niños que han sido malos ese año. Y luego los arrastra al Infierno y se los come, o algo. Esto ocurría la noche del 5 al 6 de Diciembre (Krampusnacht), dando pie a una serie de tradiciones algo macabras y, siglos después, a varias TV Movies más horribles que la leyenda en sí. No confundir con la película de este artículo, la de 2015.

A partir de aquí se puede deducir por dónde irán los tiros. Días antes de Navidad, una familia americana de clase media se reúne sin ningunas ganas. Entre sarcasmos, tensiones y peleas, el único que conserva el espíritu navideño es Max, de diez años. Cuando la cena ya no puede ponerse peor el niño explota y, de la forma más cheesy, reniega a su familia y a la Navidad. No sabe que su pérdida de inocencia invocará a Krampus y a todos sus ayudantes: una manada de monstruos sedientos de sangre, dispuestos a quitar en lugar de dar.

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Krampus es un throwback clarísimo al espíritu de películas de los ochenta como las de Amblin (en especial Gremlins) u otras más retorcidas como Evil Dead 2. A día de hoy dicha década se observa con mucha mitomanía, pero si algo es cierto es que el cine de terror de entonces era mucho más flexible que el de ahora: podía tomarse un poco menos en serio a sí mismo. Actualmente el género (al menos en el mainstream) parece haberse autoimpuesto unos estándares de seriedad absoluta que no hacen más que aumentar su ridículo, y demostrar lo obsesionado que está con que un público «poco impresionable» lo tome en serio. ¿Es eso último indispensable para generar terror? ¿Por qué no abrazar lo ridículo? ¿Por qué no aceptar que en realidad el terror y la comedia son parientes muy cercanos? ¿Por qué perderse la oportunidad de explorar sus límites y crear nuevas experiencias? Esto es lo que hace Krampus, y no es ninguna revolución. Como he dicho, es un throwback. Ya estaba inventando, y nos recuerda que lo hemos olvidado.

Dougherty y compañía logran la encomiable hazaña de mantenerse en equilibrio durante dos horas sobre la fina línea que separa comedia y terror. La premisa ya invita a ser tomada a risa, y desde la primera escena se establece un tono cómico y satírico: los créditos aparecen sobre un montaje a cámara lenta donde, en un centro comercial, un centenar de personas se pelean en pleno Black Friday, al ritmo de It’s Beginning To Look Alot Like Christmas. El resto del planteamiento funciona del mismo modo, presentándonos a la disfuncional familia protagonista como la antítesis del tópico «espíritu navideño». No obstante la llegada de Krampus despliega una serie de horrores que no abandonan la sátira (peluches carnívoros, hombres de jengibre asesinos o el Santa Claus satánico que es Krampus), pero son capaces de generar escenas de terror mejor construidas que las de muchos filmes actuales, basadas en el puro mal cuerpo o esos momentos mágicos en los que uno se debate entre la risa y el horror. Dichas sensaciones son reforzadas por la tremenda mala leche que gastan los autores, no sólo en el mensaje de la película: desde el primer acto queda claro que nadie está a salvo, ni siquiera los niños.

Otro elemento clave que separa Krampus de otras producciones de su calibre es el cuidado que se le ha dado a nivel técnico. Casi todos los monstruos han sido creados con efectos especiales prácticos (marionetas y disfraces) de la mano de Weta Digital, dándoles un aspecto muy auténtico y que remite a los tiempos donde no todo eran pegotes de CGI. Hay incluso un flashback animado precioso. También destaca el apartado sonoro, pues se crea una atmósfera inquietante que se sirve de la constante tormenta de nieve, los crujidos de la casa o el tintineo de las decoraciones navideñas. La banda sonora de Douglas Pipes, clásica pero efectiva, aprovecha las convenciones de los villancicos y les da una vuelta de tuerca siniestra, añadiendo folklore germánico y ritmos casi tribales.

Lo más flojo de Krampus, por desgracia, es en el guión. Su estructura dispersa hace que el ritmo cojee en ocasiones. Los personajes suelen ser planos como una hoja de papel, pero teniendo en cuenta que la mayoría sólo existe para que Krampus y compañía les de su merecido, quizás no sea un problema. Irónicamente es uno de los pocos desarrollos de personaje el que me resulta más problemático. Tom, el padre de la familia protagonista, tiene que lidiar con su cuñado Howard, el clásico ultraconservador pro-gun lobby americano. Pincha a Tom constantemente porque no es «lo suficientemente hombre», pero él le demostrará lo muy equivocado que está cuando los demonios festivos amenacen a sus familias. Se convierte en el padre de familia heroico típico y tópico, Howard tiene que darle la razón, y luego tan amigos. Así película parece justificar el discurso del cuñado, que solo acepta a Tom cuando se ajusta a sus propia idea de la masculinidad, cuando saca su lado violento para defender a su familia. Incluso se acaba justificando el hecho de que Howard lleve armas en el coche, y una frase objeto de nuestra burla en el planteamiento («un pastor tiene que defender a su rebaño») se repite más tarde convertida en verdad. Por suerte los demás personajes funcionan ajenos a esta reflexión rancia, en especial los femeninos: Sarah y Linda, las madres de la familia, luchan del mismo modo que sus maridos. A hachazos, sin discursos sobre rebaños. Hechos como este y giros motivados por la ya mencionada mala leche de la película rompen el molde cheesy en el cual se expande la película, con tanta autoconsciencia que al menos yo no puedo ser muy severo con algunos de sus fallos.

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Pese a que el gran público parezca haberse olvidado de su existencia, muchos reivindicamos Krampus como un clásico navideño instantáneo, y una apuesta arriesgada para recordar que el terror puede ser mucho más de lo que se le permite en el terreno de gran distribución. Albergo cierta fe en que muchos ya están reparando en ello. Get Out, el inclasificable debut de Jordan Peele, ha tenido un éxito arrollador. It se ha convertido en uno de los taquillazos del verano, y presentó a Pennywise el Payaso como algo cómico a la vez que terrible. Cuando afirmo que el terror y la comedia son parientes cercanos es también porque ambos son tremendamente subjetivos. No hay un solo tipo de comedia como no hay un solo tipo de terror, y aunque parezca obvio, parece que muchos no lo entienden. El horror lento y atmosférico de The Witch se me metió bajo la piel, mientras que a otros les aburrió o, en sus palabras, no les afectó. Y no les culpo, porque existe un sentido del terror equiparable al del humor. Todos tememos cosas distintas, y no siempre nos las tomamos en serio. Para eso están películas como Krampus, que no nos quitarán el sueño, pero nos dejarán con una mezcla de mal cuerpo y diversión que pocas obras actuales saben generar. Esta nos deja además con la clásica reflexión sobre la Navidad y el egoísmo/materialismo, pero en un punto en que ya es demasiado tarde para asimilar la trilladísima moraleja. Krampus viene a castigar a todos por igual, y no quieres estar en su lista.

Pepe Rico